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sábado, 8 de febrero de 2020

Reflexión



Aprendemos mientras vivimos. Pero no tenemos tiempo ni posibilidades de vivir y de experimentar demasiado. Nunca vivimos lo suficiente (aunque lo parezca)
Ni siquiera tenemos certeza de lo que concebimos como demasiado. Ochenta o cien años son relativos. Siempre estamos carentes de experiencias. Y puesto que las experiencias enseñan cuando son aprovechadas, podríamos afirmar entonces que nunca llegamos a saber lo suficiente. Pero nótese que hablo de conocimiento personal. Un conocimiento que emana de nosotros mismos. Que descubrimos mientras se vive, y que revela nuestro verdadero carácter, lo que somos y nuestras actitudes.

La vida se configura por elementos que dependen de nuestro entorno. Cada momento de vida, si es analizado, aporta algo positivo. Inclusive existe una relación dicotómica entre lo positivo y negativo. En tal caso podemos decidir extraer todo lo positivo o negativo que queramos; es de nuestra elección preferir encontrar una enseñanza o dejar pasar sin pena ni gloria montones de lecciones.
De tal manera que cualquier estado, digamos; “de enfermedad, de desengaño, de ruptura, de frustración...” cualquier estado de ese tipo, por lo regular, estados que calificamos de “negativos” muestran una faceta de aprendizaje, independientemente del sufrimiento que supone, pero que permite el conocimiento de nosotros mismos y los demás. Todo esto me recuerda mucho aquel poema de Emily Dickinson que dice

 El agua se aprende por la sed;
la tierra, por los océanos atravesados;
el éxtasis, por la agonía.
La paz se revela por las batallas;
el amor, por el recuerdo de los que se fueron;
los pájaros, por la nieve.

Pero todo sería en vano sin el impulso del análisis.  

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