Al final del artículo pongo la fuente.
A JUNTA DO MOTOR (Por José Saramago)
Hace más de sesenta años que debería
saber conducir un automóvil. Conocía bien, en aquellos remotos tiempos,
el funcionamiento de tan generosas máquinas de trabajo y de paseo,
desmontaba y montaba motores, limpiaba carburadores, afinaba válvulas,
investigaba diferenciales y cajas de cambio, instalaba pastillas de
frenos, remendaba cámaras de aire pinchadas, en fin, bajo la precaria
protección de un mono azul que me defendía lo mejor que podía de las
manchas de aceite, efectué con razonable eficiencia casi todas las
operaciones por las que tiene que pasar un automóvil o un camión a
partir del momento en que entra en un taller para recuperar la salud,
tanto la mecánica como la eléctrica. Solo me faltaba sentarme tras un
volante para recibir del instructor las lecciones prácticas que
culminarían en el examen y en el soñado aprobado que me permitiría
ingresar en la orden social cada vez más numerosa de los automovilistas
con carnet. Sin embargo ese día maravilloso nunca llegó. No son sólo los
traumas infantiles los que condicionan e influyen en la edad adulta,
también los que se sufren en la adolescencia pueden tener consecuencias
desastrosas y, como en el presente caso sucedió, determinar de manera
radicalmente negativa la futura relación del traumatizado con algo tan
cotidiano y banal como es un vehículo automóvil. Tengo sólidas razones
para creer que soy el deplorable resultado de uno de esos traumas. Es
más: por muy paradójica que la afirmación le parezca a quien de las
íntimas conexiones entre las causas y los efectos simplemente tenga
ideas elementales, si en mis verdes años no hubiese trabajado como
mecánico en un taller de automóviles, hoy, probablemente, sabría
conducir un coche, sería un orgulloso transportador en lugar de un
humilde transportado.
Además de las
operaciones que he citado antes, y como parte obligatoria de algunas de
ellas, también substituía las juntas de los motores, esas finas placas
forradas de hoja de cobre sin las que sería imposible evitar las fugas
de la mezcla gaseosa de combustible y aire entre la cabeza del motor y
el bloque de los cilindros. (Si el lenguaje que estoy usando le parece
ridículamente arcaico a los entendidos en automóviles modernos, más
gobernados por computadores que por la cabeza de quien los conduce, la
culpa no es mía: hablo de lo que conocí, no de lo que desconozco, y
suerte que no me ponga a describir la estructura de las ruedas de los
carros de bueyes y la manera de uncir estos animales al yugo. Es materia
igualmente arcaica en la que también tuve alguna competencia). Pues
bien, un día, después de haber acabado el trabajo y colocado la junta en
su sitio, después de haber apretado con la fuerza de mis diecinueve
años las tuercas que sujetaban la cabeza del motor al bloque, me dispuse
a realizar la última fase de la operación, es decir, llenar de agua el
radiador. Desenrosqué pues el tapón y comencé a verter por la boca del
radiador el agua con que había llenado la vieja regadera que para ese y
otros efectos teníamos en el taller. Un radiador es un depósito, tiene
una capacidad limitada y no acepta ni un mililitro más que la cantidad
de agua que quepa. Agua que se siga echando es agua que transborda. No
obstante, algo extraño estaba pasando con ese radiador, el agua entraba,
entraba, y por más agua que se le metiese no la veía subir danzando
hasta la boca, que sería la señal de que estaba acabada la operación. El
agua que ya vertida por aquella insaciable garganta habría bastado para
satisfacer dos o tres radiadores de camión, y era como si nada. A veces
pienso que, sesenta y muchos años pasados, todavía hoy estaría
intentando llenar aquel tonel de las Danaides si de pronto no hubiera
notado un ruido de agua cayendo, como si dentro del taller hubiese una
pequeña cascada. Fui a ver. Por el tubo de escape del coche salía un
abultado chorro de agua que, poco a poco, ante mis ojos estupefactos,
fue disminuyendo de caudal hasta quedar reducido a unas últimas y
melancólicas gotas. ¿Qué había pasado? Colocaría mal la junta, cerraría
algo entre la cabeza del motor y el bloque que debería haber abierto, y,
mucho más grave, facilitaría pasos y comunicaciones donde no debería
haberlas. Nunca llegué a saber que vueltas tuvo que dar la pobre agua
para salir por el tubo de escape. Ni quiero que me lo digan ahora. Para
vergüenza ya tuve suficiente. Es posible que fuera en ese día cuando
comenzara a pensar en hacerme escritor. Es un oficio en el que somos al
mismo tiempo motor, agua, volante, cambios de marcha y tubo de escape.
Tal vez, al final, el trauma haya valido a pena.
Fuente
https://cuaderno.josesaramago.org/59584.html
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