Desde donde estaba podía
mirar buena parte del paisaje. Los tejados de las casas antiguas de
Verona, mas allá, del otro lado del Adigio, la torre de la plaza de
la Madonna. Mas al Noroeste la torre de Lamberti. Era un día
soleado. Una ave pasó planeando un poco mas arriba, el hombre pudo
mirar la sombra proyectada sobre el tejado de las casas vecinas.
Llevaba desde antes del
amanecer mirando por el balcón con las puertas abiertas, sentado en
una silla, y comenzaba a entrar un frescor bastante agradable, sin
viento, solo un frescor pero que anunciaba un día algo caluroso.
Ahora eran las Diez. La ciudad estaba completamente despierta. Los
bocinazos y los ronquidos de los autos. Los pregones de los
repartidores de periódico, y de los vendedores de leche fresca a
caballo que regresaban con los recipientes vacíos. El hombre aún
vestía el traje con corbata desanudada del día anterior, fumaba y
bebía de una botella de Ginebra.
Había una nota deslizada
por debajo de la puerta desde hacía por lo menos una media hora.
Desde que habían comenzado los llamados insistentes.
Luego como saliendo de
aquel letargo, el hombre, restregó la colilla de su cigarrillo sin
lograr apagarlo del todo, ignoró la nota del piso, se quitó el saco
de su traje y extrajo un revolver de la cajonera. Había cuatro tiros
en el tambor.
“Todo estará bien”
pensó. No dolerá.
Y todo sucedió muy deprisa.
Abajo los bocinazos y los ronquidos de los motores de
los autos y la atmósfera saturada de olor a gasolina fresca.
Abajo los pasos de gente que va y vuelve de un sitio a
otro.
Arriba la colilla del cigarrillo aún humeante y el vaso
a medio beber.
Y mas allá la torre de la plaza Lamberti, y la de la
Madonna y las aves y el cielo y la mañana soleada y fresca.
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