Ave
Y ahí estaba,
simplemente, posada sobre una estructura de fierro. Era una tarde que
me sentía particularmente vacío, como el cielo; plomizo. Pensando
en la intensidad que representó el mes de Agosto para mí, y los
cambios irreversibles que dejó en mi vida; entonces le miré ahí
reposando, acurrucada.
Le tomé una instantánea
por que me pareció que debía escribir algo sobre ella. Aveces me
sucede. Se me presentan cosas sobre las que de algún modo mas tarde
se van a configurar en algo escrito, o aveces de inmediato.
No se describir lo que
sentí al verle ahí, especialmente hermoso y libre, mi ave. Como si
desprendiese un aura y se me vino a la mente que quizás, pronto, no
existiría mas. Sería una ave caída. Un cuerpecito sin vida y solo
eso, y a todos les sería indiferente.
Como dice ese poema de
Robinson Jeffers:
Halcón Herido
Uno
El
pilar astillado del ala es una muesca en el hombro maltrecho,
el
ala cuelga como un pendón caído
y
ya no puede usar el cielo eternamente, solo vivir con hambre
y
dolor unos días. Ni gatos ni coyotes
abreviarán
el tiempo de espera de la muerte, su captura sin garras.
Apostado
en mitad del encinar, espera
al
animal tullido que lo salve; o vuela de noche en un sueño
recordando
la libertad; despertar es su ruina.
Es
fuerte y el suplicio es peor para los fuertes, la impotencia es peor.
Los
sabuesos del día llegan y lo atormentan
desde
lejos, nadie sino la muerte redentora humillará ese cráneo,
la
intrépida destreza, las terribles pupilas.
El
Dios salvaje del mundo es compasivo a veces con aquellos
que
piden compasión, no con los arrogantes.
Vosotros
no le conocéis, gentes de la comunidad, o le habéis olvidado;
inclemente
y brutal, el halcón le recuerda;
bello
y salvaje, los halcones y moribundos le recuerdan.
Dos
Antes
mataría a un hombre que a un halcón, salvo por el castigo;
pero
al gran ratonero
no
le quedaba sino el dolor inhábil
de
su hueso quebrado, irreparable, el ala que al moverse
se
mecía bajo sus garras.
Lo
cebamos durante seis semanas, le di la libertad,
vagó
por la región del promontorio y a la noche volvió suplicando morir,
no
como un pordiosero, sino con la soberbia despiadada
de
sus viejas pupilas.
El
regalo de plomo llegó al atardecer.
Cayó
tranquilo,
mullido
como un búho, con suaves plumas femeninas; mas lo que
ascendió
planeando: esa feroz urgencia: los martinetes
junto
al río desbordado gritaron de temor mientras se levantaba
hasta
desenfundarse casi del todo de la realidad.
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