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sábado, 1 de septiembre de 2018

Ave


 Ave


Y ahí estaba, simplemente, posada sobre una estructura de fierro. Era una tarde que me sentía particularmente vacío, como el cielo; plomizo. Pensando en la intensidad que representó el mes de Agosto para mí, y los cambios irreversibles que dejó en mi vida; entonces le miré ahí reposando, acurrucada.
Le tomé una instantánea por que me pareció que debía escribir algo sobre ella. Aveces me sucede. Se me presentan cosas sobre las que de algún modo mas tarde se van a configurar en algo escrito, o aveces de inmediato.
No se describir lo que sentí al verle ahí, especialmente hermoso y libre, mi ave. Como si desprendiese un aura y se me vino a la mente que quizás, pronto, no existiría mas. Sería una ave caída. Un cuerpecito sin vida y solo eso, y a todos les sería indiferente. 

Como dice ese poema de Robinson Jeffers:

Halcón Herido


Uno

El pilar astillado del ala es una muesca en el hombro maltrecho,
el ala cuelga como un pendón caído
y ya no puede usar el cielo eternamente, solo vivir con hambre
y dolor unos días. Ni gatos ni coyotes
abreviarán el tiempo de espera de la muerte, su captura sin garras.
Apostado en mitad del encinar, espera
al animal tullido que lo salve; o vuela de noche en un sueño
recordando la libertad; despertar es su ruina.
Es fuerte y el suplicio es peor para los fuertes, la impotencia es peor.
Los sabuesos del día llegan y lo atormentan
desde lejos, nadie sino la muerte redentora humillará ese cráneo,
la intrépida destreza, las terribles pupilas.
El Dios salvaje del mundo es compasivo a veces con aquellos
que piden compasión, no con los arrogantes.
Vosotros no le conocéis, gentes de la comunidad, o le habéis olvidado;
inclemente y brutal, el halcón le recuerda;
bello y salvaje, los halcones y moribundos le recuerdan.

Dos

Antes mataría a un hombre que a un halcón, salvo por el castigo;
pero al gran ratonero
no le quedaba sino el dolor inhábil
de su hueso quebrado, irreparable, el ala que al moverse
se mecía bajo sus garras.
Lo cebamos durante seis semanas, le di la libertad,
vagó por la región del promontorio y a la noche volvió suplicando morir,
no como un pordiosero, sino con la soberbia despiadada
de sus viejas pupilas.
El regalo de plomo llegó al atardecer.
Cayó tranquilo,
mullido como un búho, con suaves plumas femeninas; mas lo que
ascendió planeando: esa feroz urgencia: los martinetes
junto al río desbordado gritaron de temor mientras se levantaba
hasta desenfundarse casi del todo de la realidad.



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