Esta es una dilucidación de Jean Paul Sartre sobre la razón de la escritura. Me ha parecido valiosa.
¿Por
qué escribir?
Cada uno tiene sus propias razones: para
unos, el arte es un escape; para otros, un modo de conquistar. Pero
cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar
con las armas. ¿Por qué escribir, hacer por escrito esas
evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversas
motivaciones de los autores, hay una elección más profunda e
inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta
elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a
los escritores que se comprometan.
Cada una de nuestras
percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad
humana es "reveladora", es decir, de que "hay"
ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el
que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que
multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación
este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella,
muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la
unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro
avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de
nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos
que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus
productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido
en su oscuridad. Quedará sumergido al menos; no hay nadie tan
demente que piense que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos
nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en
su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este
modo, a nuestra certidumbre interior de ser "reveladores"
se une la de ser efímeros en relación con la cosa revelada.
Uno
de los principales motivos de la creación artística es
indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con
el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del
rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito,
estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había,
imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen
para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que
me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo
que se aleja es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la
vez. La creación pasa a lo efímero en relación con la actividad
creadora.
Aunque parezca algo definitivo, el objeto creado
siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta
línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone
jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ¿Cuándo
puedo saber que mi cuadro está acabado? Y el maestro respondió:
Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: ¡Soy yo quien
ha hecho esto! Lo que equivale a decir: nunca.
Esto
equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar
lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia
tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa
creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos
conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está
codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja
por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede
parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a
nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las
normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro
impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca
encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros
quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra;
vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría;
aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa
alegría o ese amor, porque somos nosotros quienes ponernos esas
cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o
sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos
demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos.
Estos
procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros
mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de
percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las
operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos
manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se
manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la
esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se
convierte en inesencial.
En ninguna parte se hace esta
dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El
objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en
movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se
denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura
dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel.
Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el
zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su
número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al
leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la
frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se
confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de
una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y
decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase
que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte
y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir
que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del
objeto literario.
Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no
hay objetividad. Ahora bien, el acto de escribir supone una
lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando
las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero
no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su
mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas
que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado
de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la
vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la
mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta.
Con
frecuencia se espera la inspiración. Pero no se espera a sí mismo
como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está
labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora
todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no
ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una
página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas
paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor
no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su
voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo;
no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que
crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya
demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente
una cosa.
El escritor va hasta los límites de lo subjetivo,
pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima,
de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los
demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Marcel Proust
nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía
decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día
para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido
los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello
arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal
vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social
al final de su vida.
No es verdad, pues, que se escriba para
sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las
emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una
lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento
incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor
fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su
obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la
pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de
leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos
necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto
concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el
esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para
los demás.
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