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viernes, 5 de abril de 2019

Cucaracha amaestrada



Hace tiempo, cuando era adolescente, 
yo tenía una cucaracha en el cajón de mi escritorio.
Y siempre que tiraba el jalador
la veía correr y ocultarse bajo las hojas
arrugadas de mi cuaderno de apuntes.
Pero eso fue al principio.
Pensé en que quizá debería matarla
es lo que solemos hacer cuando vemos
un insecto ¿O no?
lo intenté pero era tan rápida...
aunque verás:
La pereza siempre ha sido mi mayor defecto,
o mi mayor virtud... no lo sé.
De la misma forma transcurría el día a día;
hasta que la cucaracha tímida y prudente
osaba salir y asomar las antenillas,
las agitaba un poco como un par de
radares...
Luego, con el tiempo,
con prudencia y recelo,
pero siempre firme
decidida a ir adelante
comenzó sus incursiones hasta cerca de mi mano...
bueno...bueno -pensé
conozco tipos con mucho menos osadía;
tan grises que babean de patetismo.
Así que comencé a dejarle
migas de pan, pieles de naranja
mi ropa sudada y mi taza vacía del café. Llegamos a ser tan amigos,
que al cabo,
subía por mi mano izquierda
caminaba por mis hombros
y bajaba por la derecha y la depositaba en su cajón.
Movía las antenillas y se refugiaba bajo las hojas amarillentas.
Cierto día cuando entré a mi habitación
luego de una breve ausencia.
El piso había sido fregado, las cortinas corridas, el escritorio
desempolvado y ordenado, los libros de menor a mayor,
la alfombra sacudida
el cúmulo de ropa;
por supuesto ya no estaba.
Pero todo lucía tan pulcro, tan limpio
que daba vértigo.
Jalé el cajón y no vi rastro de mi amiga,
ni de las pieles de naranja, ni de las migas de pan,
ni de las rodajas de salchicha, ni de mis recortes de mujeres.
Fui al armario y abrí el aspirador.
Su cuerpecillo yacía inerte,
atascado
en el filtro de aire.
¿Y los recortes de mujeres?
¡¡De esos nunca volví a saber...!!

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