Dieciséis minutos
Cierto día de un
Noviembre fui a visitar a la abuela. No recuerdo cuando había sido
la última vez que nos vimos. Había pasado mucho tiempo, y mas sin
embargo las cosas no estaban muy cambiadas que digamos, excepto
porque el jardinero había cortado el viejo Manzano que estaba al
frente del asilo, y en su lugar habia plantado una valla de setos y
un par de mandarinos .
—Era bastante viejo
—dijo la abuela— además estaba enfermo.
—¿Qué era bastante
viejo? —pregunté
—El árbol, ¡mi dios!,
el árbol... ¿donde tienes la cabeza, tú y tu generación me
pregunto si tienen lo que se llama cerebro?
¿Qué se puede hacer? No
se puede exigir sentido del humor a una anciana misántropa y
pesimista.
Excepto porque ahora usaba
gafas, noté que no necesitaba bastón y su piel estaba muy
conservada a pesar de sus Ochenta y siete años. Mucho mas de lo que
cabe esperar a esa edad.
Caminamos hacia una banca
desocupada bajo el amparo de un cerezo.
—Sientate —dijo.
Yo me senté.
—No puedo quedarme mucho
tiempo —dije.
—Yo no te pedí venir
¿Verdad?
No contesté. Luego de una
pausa prudente pregunté
—¿Y cómo te
encuentras?
—¿Cómo se puede estar
a los ochenta y siete? enferma y abandonada.
—Abuela no estas
abandonada -dije
—Lo estoy. Puedo estar
acompañada y sentirme sola. ¿Nunca te ha pasado? aunque si me
preguntan aveces lo prefiero... -hizo una pausa, luego continuó-
Pues es cierto que aveces se echa de menos la familia pero en
general... no tengo una mala vida aquí, no me quejo.
—¿Qué hay en la
capilla, veo luz?
—Un muerto
—¿Un muerto?
—Don Arturo ... se cayó
ayer en las regaderas y se dio en el cuello contra el borde del
retrete... se partió las cervicales.
Hubo un silencio luego
dijo
—Nadie esta con él, no
tenía familia.
— Ah.
Yo iba a hablar pero ella
me interrumpió y dijo.
—Mejor no digas nada.
—Así que hice lo que ella me mandaba. Luego continuó.
—Me preguntabas como
estoy yo. ¿Cómo se puede estar a los ochenta y siete años? ¿Ah?
Los problemas de la edad y todo eso... fuera de ahí normal.
Hubo un silencio
relativamente largo.
—Siempre me ha gustado
el canto de las aves -me dijo- Me estoy poniendo cursi quizás sea
porque ya no duraré mucho. Puedo sentirlo. Y también se que tu no
lo entiendes, talvez llegué el día en que lo hagas. Aunque no se si
será lo mejor para tí.
Y yo era para ella un
joven petulante y engreido.
No sabía que mas decir.
Ambos entendiamos que entre los dos se había formado una especie de
barrera. Pero aunque suene extraño, no me sentía incomodo. Así que
tratando de encontrar conversación dije:
—Me gusta este jardin.
El cereso debe ser muy viejo también.
—Ah —exclamó—si,
supongo que lo es.
—Y el pasto esta muy
bien cuidado.
—Lo riegan a diario.
Comencé a sentirme como
un idiota. No debiste haber venido, pensé.
En eso se escuchó el
tañido de una campanilla. Era el llamado para la merienda.
Estuvimos algunos segundos
mas sin hablar, luego dije:
—Bueno, creo que debo
irme.
—Creo que si —dijo la
abuela— tenemos que ir al comedor. Me dió gusto verte.
—También a mí
—contesté.
Nos miramos unos segundos.
Hubo un tiempo en que
fuimos los mejores amigos del mundo, pero supongo que así es la
vida.
Dio media vuelta y fue
caminando despacio hasta el interior de la casa. Yo estuve cinco
minutos mas debajo del cerezo. Pocas veces tenía la oportunidad de
admirar un ocaso como aquel. A esa hora cuando el sol adquiere un
tono cobrizo.
Las aves volando
despavoridas a su refugio, levantando una algarabía. Y eso día tras
día lo repiten hasta que les llega el final. Comencé a sentir frio.
Me levanté y me fuí de ahí. Aquella visita habia durado solo
dieciséis minutos.
La abuela murió una
semana despues.
La tarde del entierro fue
identica a la de aquel día. Y solo duró algo alrededor de dieciséis
minutos.
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