Don Benito
Debí tener seis o siete
años, no recuerdo bien, pero entonces nunca había visto un muerto.
Solía preguntar sobre
muertos a Rosy, pero nunca había visto ninguno. Ella había visto
tantos
que difícilmente llevaba la cuenta. Había tenido una
experiencia demasiado estrecha con la
muerte, empezando por su
primer hijo muerto hacía mas de cuarenta años.
¿De que murió?
Se murió de un soplo en
el corazón, decía mi abuela. Aún siento como si apenas hubiera acabado de suceder.
Eran muchas las horas que
pasábamos hablando sobre muertos en las noches, a oscuras,
en la habitación, con la
luz lunar proyectando sobre la pared del dormitorio. Aveces me pasaba
a su
cama, pero casi siempre hablábamos de cama a cama.
Por algún motivo
particular no era tema que me asustara, no demasiado a diferencia de
los chicos que conocía
. Había pues escuchado mucho sobre muertos,
que creí conocer la sensación
de estar frente a uno.
Y como casi siempre sucede
en la vida, las cosas suelen llegar
espontaneas, cuando menos lo
esperamos se hacen presentes por si solas.
Aquella fue la tarde de un
Sábado. Me encontraba solo con Rosy, a punto de cerrar la tienda.
Ella ocupada en la hoja de
balances con las gafas puestas. En medio de un silencio que se
podía
escuchar unicamente la manecilla del reloj colgado en el muro. Yo
esperando
sentado arriba de un
taburete. Lo que debía ser horriblemente aburrido para cualquier
niño a
mí me gustaba. El olor en aquel sitio era como tener los
aromas de todos los árboles del mundo ahí mezclados.
En eso frente a la tienda
se detiene una ambulancia y un camión de policía con las luces de
la
torreta encendidas. Bajaron un par de paramédicos; un hombre de
traje con un cuaderno y
uno de los dos policías. Poco tiempo
después un paramédico volvió empujando una silla de
ruedas con lo
que figuraba ser una persona sacudiéndose suelta por el traqueteo
de
las ruedas. Estaba tapada con una Sabana muy blanca. Inmaculada,
diría yo. Supe de quien
se trataba. Pude reconocer las pantuflas a
cuadros y los tobillos blancos. No lo podía creer.
La gente comenzó a
juntarse. Mi abuela me dijo que esperara dentro y salió de la
tienda.
Cuando volvió, noté que
traía los ojos irritados y la voz un poco cortada, y dijo “Es don
Benito, hijo ¿te acuerdas
de Don Benito? Se murió”
Recuerdo que exclamé con
un ¡Oh, don Benito! Aunque ya sabía de quien
se trataba. No dije
nada mas. Pero a mí mente llegó la figura de don Benito pidiendo
limosna
, sentado en su silla de ruedas afuera de su casita. Aveces
cuando pasaba solía regalarme
algunos caramelos de limón y agitar
mi pelo. Me preguntaba que quería ser cuando fuera
grande.
-¡Quiere ser inventor Don
Benito, inventor! -contestaba mi abuela-
-¡Ah! Inventor y movía
sus manos como si ejecutara una especie de danza atornillando una
pieza imaginaria.
Entonces yo decía,
-No. Quiero ser Abogado
como mi padre.
Cuando nos íbamos quedaba
tan solitario como siempre, escuchando su radiecito de pilas.
Viejas canciones de su
época. Ahora pienso que era una música muy melancólica.
Nadie sabía en realidad
quién era don Benito. Unos decían que no tenía hijos. Otros
decían
que habían muerto ahogados cuando eran unos niños al
pretender cruzar el río Bravo y
había pasado gran parte de su vida
solo.
Los paramédicos ataron la
silla con el cuerpo en el camión de policía y luego arrancaron. La
última vez que lo vi, fue justo cuando torcieron a la avenida
principal. Vi como se sacudía su
cabeza y entonces me pareció
mucho mas desamparado que cuando vivía. ¿A donde lo
llevaban?
Siempre que pasaba frente
a su casa miraba hacia ese punto, con la vaga ilusión
infantil de que lo miraría
una vez mas.
-Dicen que fue un infarto
-escuché una voz.
Aquella noche no hablamos
de nada. Nadie de los dos tuvo ánimos de decir una palabra. No
entendía que es lo que había que temer de los muertos.
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